S. Tuvo suficiente después de la última paliza. Las anteriores le habían provocado tres abortos, además de numerosas contusiones y fracturas. Esta vez una fuerte patada le había hecho perder el ojo izquierdo. Literalmente explotó por el impacto de la bota de L. su verdugo, el eterno ejecutor. L se sorprendió por la sangre derramada, abrió la puerta y bajó las escaleras para continuar ahogando la vida en el bar más cercano. S. salió arrastrándose y los vecinos llamaron a una ambulancia. Mientras L. continuó esperando el regreso de S. para descargar su ira.
Un mes más tarde S. salió del hospital. Sabía que no podía poner una denuncia, en el mismo momento en que saliera de la comisaría, la mano ejecutora de su verdugo sería más rápida que la justicia. S. tenía que acabar con L. para poner fin a la pesadilla. Decidió comprar un arma. Sabía donde conseguirla, le habían hablado de un okupa, que tras un forcejeo con un policía se hizo con una Walter de 9mm. Los vítores y aplausos en la casa ocupada al comprobar el trofeo, no tardaron en transformarse en miedo por aquel objeto que empezaba a quemarle en las manos. Así que por 60 euros, S. se llevó la justicia en el bolsillo de los pantalones.
Corrió hacia la misma casa que le había visto perder el ojo izquierdo, las mismas paredes que habían escuchado el crujir de sus huesos. Se adentró en la habitación y allí estaba su ejecutor. Desnudo sobre la cama. Inmerso en un profundo coma etílico. S. ató las extremidades de su verdugo al camastro mediante unas bridas. Sacó la Walter de su bolsillo y comprobó que el cargador contenía los ocho cartuchos. Quitó el seguro, se sentó sobre el pecho de L. y empujó el cañón de la pistola hasta lo más hondo de su garganta. Una profunda nausea le despertó del sueño, y el frío provocado por la muerte inminente le heló el vómito. S. y L. sabían que el juego había cambiado de manos. El verdugo era ahora víctima. Durante un instante se miraron, se abrazaron y lloraron juntos.
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