La obra de Francesca Woodman es enigmática. Como si gracias a algún extraño mecanismo, la artista consiguiera introducir su cámara en un mundo paralelo al nuestro, cercano pero confuso y repleto de esos terrores que afloran en la cotidianeidad.
Woodman se retrataba a sí misma, exteriorizaba su mundo interior, un mundo que recuerda a Man Ray, a Lynch, a Étant Donnés o a Millais, y que tan solo se hacía visible cuando la autora cerraba los ojos y nos permitía entonces entrar en él para mostrarnos que la confusión reside en la imagen y que la imagen misma es un enigma a descifrar, sin pistas para poder aclarar la ecuación pero con un trasfondo que invita al espectador a mirar más allá, a atravesar la barrera que delimita su mundo del nuestro.
En una ocasión, Woodman dijo: «- La fotografía es también una manera de conectar con la vida. Hago fotos de la realidad filtradas a través de mi mente.» Quizás de esta manera se podría resumir la obra de tan genial artista, las imágenes de un mundo interior que se desnuda a través de personajes fuera de encuadre, de objetos inertes que parecen susurrar al oído y de cuerpos perdidos en la línea del tiempo.
Francesca Woodman, saltó en 1981 de lo alto de un edificio en Manhattan, tan solo contaba con 23 años. Nunca consiguió vivir de su obra. Quizás de esta manera regresó a su mundo interior y con ella se llevó la llave para que no pudiésemos hurgar más en él.
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